Estamos viviendo una de las paradojas más crueles de la educación moderna: la obsesión por la sobreprotección y la seguridad absoluta nos está llevando a una gran renuncia. Renunciamos a lo esencial de educar: el tiempo para pensar y el espacio para cometer errores.
Estoy
convencido de que debemos cuestionarnos esta práctica que, bajo la apariencia
de cuidado y atención, es en realidad un acto de profunda injusticia educativa.
Padres y docentes, con la mejor de las intenciones, hemos caído en la trampa de
la sobreprotección crónica.
La
tiranía de la prisa y la solución fácil
Observa a tu
alrededor. ¿Cuántos minutos de la vida de un niño o adolescente quedan libres
de una actividad programada, una tarea dirigida o una pantalla? Hemos llenado
cada hueco, cada instante de posible aburrimiento o reflexión, con estímulos y
obligaciones. Y lo hacemos por una razón perversa: la prisa. Queremos que
"acaben antes y mejor".
Pero,
¿acabar qué? ¿Y mejor para quién?
Cuando les
damos la solución a sus problemas antes de que pregunten, cuando hacemos las
cosas por ellos para evitarles la frustración de un mal resultado, no estamos
educando; estamos instalando un “software” de dependencia en su mente. Estamos
enviando un mensaje claro y demoledor: "No eres capaz de resolver esto por
ti mismo. Tu error es un fracaso, no una oportunidad."
La
sobreprotección ha escalado a niveles que rozan lo absurdo. Estos días, las
redes sociales se llenado de carteles que prohíben a los padres pedir tutorías
o reclamar notas de examen por sus hijos... ¡en la UNIVERSIDAD! Este no es un
caso aislado; es el síntoma de una generación a la que se le ha negado
sistemáticamente el derecho a enfrentarse a la vida. Hemos creado una burbuja
de cristal que, al primer roce con la realidad, estallará en mil pedazos de
inseguridad e incompetencia.
Educar no
es llenar una caja vacía
La verdadera
educación no tiene que ver con llenar una caja vacía con todos los instrumentos
que tenemos a nuestro alcance. Esa es la lógica de la instrucción, de la mera
transmisión de datos.
Educar, en
su sentido más profundo, es sembrar semillas. Es crear las condiciones
adecuadas —el tiempo, el espacio, la calma— para que, con el tiempo, crezcan
ideas, conceptos, aprendizajes y habilidades. Es un acto de fe en el potencial
del otro, no un ejercicio de control.
Si el
propósito de la educación no es que cada estudiante alcance su máximo
potencial, estamos cometiendo un acto de injusticia sin parangón. Y el máximo
potencial no se alcanza con un horario saturado y haciendo sus tareas, sino con
una mente abierta y tiempo para procesar, para aplicar destreza de pensamiento.
El
derecho a aburrirse y a equivocarse
El
aburrimiento es el caldo de cultivo de la creatividad y la reflexión. Es en ese
vacío aparente donde la mente se reorganiza, donde se formulan las preguntas
importantes y donde nacen las ideas genuinas. Al negarles el aburrimiento, les
negamos la oportunidad de conocerse a sí mismos y de desarrollar la autonomía
intelectual.
Y el error.
El error es el motor del aprendizaje. Si evitamos que se equivoquen, les
robamos la lección más valiosa: la resiliencia, la capacidad de levantarse y la
comprensión profunda de por qué algo no funciona.
A
docentes y familias:
Dejemos de
ser los "solucionadores" y convirtámonos en los
"provocadores".
Provocar la
pregunta, no dar la respuesta.
Provocar el
reto, no allanar el camino.
Provocar la
pausa, no llenar el silencio.
Es hora de
devolver a nuestros hijos y alumnos el tiempo y el espacio que necesitan. Es
hora de que piensen por sí mismos y se equivoquen sin miedo. Solo así,
enfrentándose a los retos de la vida, la educación dejará de ser una simulación
y se convertirá en la herramienta de transformación que siempre debió ser.
¿Estamos
dispuestos a asumir el reto de verlos fallar para que puedan aprender a
triunfar en la vida?

