La educación y la cocina tienen mucho en común. Un buen profesor y un buen cocinero son aquellos que saben mezclar los ingredientes adecuados y en la proporción justa para conseguir el resultado deseado.
Los mejores cocineros: Adrià, Arzak, Berasategui... destacan por su capacidad de innovación, son capaces de convertir un plato tradicional en algo totalmente distinto, en una explosión de sensaciones para los cinco sentidos que conserva al mismo tiempo la esencia de la cocina de toda la vida. Lo mismo sucede con los profesores. Los mejores docentes son aquellos capaces de reinventarse cada día en función de las necesidades reales de sus alumnos, son aquellos que no repiten esquemas año tras año, curso tras curso.
Aunque parezca una contradicción con el título del post, no hay una única receta para la buena educación, pero sí que podemos dar algunas pistas que nos permitan crear siempre un buen "caldo educativo".
El gran truco está en los ingredientes. En toda receta educativa, hay dos ingredientes que no pueden faltar nunca: vocación y profesionalidad. Estos dos ingredientes deben estar siempre bien compensados: mucha vocación y poca formación dejan al alumno demasiado dulce; y, al contrario, poca vocación y demasiada formación lo dejan demasiado soso.
Todo esto debe ir aderezado con un buen puñado de entusiasmo, que es el ingrediente esencial para no desfallecer nunca en el intento de conseguir los mejores platos educativos. El entusiasmo es la sal de la educación.
Lo importante es saber siempre cuál es el plato que conviene preparar para cada ocasión. Algunas veces será un plato con mucha TIC, otras con muchos valores, otras será una fuente llena de historias fantásticas... pero siempre debe ser un plato que cumpla con su cometido: educar a nuestros alumnos.