“Uno de los principales males de la escuela es su carácter ajeno
a la vida de los alumnos.” Francesco Tonucci
El otro día, mientras estaba tuiteando desde mi smartphone,
me dio por pensar que, curiosamente, a ese artilugio que estaba utilizando lo
seguimos llamando “teléfono” (con algún adjetivo: móvil, inteligente...). Y eso
que la función de telefonear ha pasado a ser casi residual. Lo utilizamos como
reloj, como despertador, como reproductor multimedia, como cámara de fotos,
como agenda, como calculadora, como consola de videojuegos, como mensajería
instantánea... y, muy de vez en cuando, lo usamos para telefonear.
¡Cómo me gustaría que pasara algo parecido con la escuela! Ojalá la
siguiéramos llamando escuela (con algún adjetivo: inclusiva, integradora...)
pero sirviera para muchas más cosas que para estar sentado en un pupitre,
escuchar a un profesor y aprobar exámenes.
Casi sin darnos cuenta, la escuela se ha convertido en una especie
de fábrica para preparar exámenes, un lugar donde formar a los alumnos para que
obtengan la mejor calificación posible sin importar demasiado si realmente
aprenden o no. Y eso es una perversión muy retorcida de la función de esta
institución, que es un lugar privilegiado para alcanzar un aprendizaje
significativo y real.
La escuela debería ser un lugar donde los niños puedan vivir
experiencias ricas, interesantes y emocionantes que les sirvan para ser mejores
personas, para desarrollar al máximo sus talentos (sean cuales sean) y para
poder participar de forma activa, responsable y crítica en la sociedad. En la
escuela, además de competencias clave, conceptos y contenidos de matemáticas,
ciencias, lengua, literatura, música... se deberían trabajar también
habilidades no cognitivas como la perseverancia, la curiosidad, la
meticulosidad, el optimismo y el autocontrol (Paul Tough). Así educaríamos a
personas capaces de no tener miedo al fracaso, de no sentir vergüenza a
equivocarse, de tolerar la frustración y dominar sus emociones, y de luchar sin
descanso por conseguir sus metas.
Ir a la escuela debería ser un privilegio, no una obligación.
Debería ser un lugar común para todos y no un lugar del que muchos (demasiados)
quedan marginados. Los niños y jóvenes que no se adaptan al rígido sistema
educativo actual quedan en fuera de la sociedad. ¿Es esto lo que esperamos de
la escuela? ¿Cuál es la función de la educación escolar? Preparar a todos y
todas para la vida, sin excluir a nadie: a los que no estudiarán más allá de la
enseñanza obligatoria, a los que seguirán enseñanzas técnico-profesionales y a
los que llegarán a la universidad; a los que tengan grandes dotes para el
baile, para la música, para la poesía: ¡A todos sin excepción!
Es una triste realidad que, bajo la tiranía de PISA y las pruebas de
evaluación externa, la educación se está estandarizando, cuando no hay nada más
contrario a su naturaleza. Si todos somos únicos, distintos en talentos, en
carácter, en actitud, en motivación, en intereses... ¿cómo podemos pretender
educar a todos bajo los mismos parámetros estandarizados?
De hecho, la educación estandarizada viene a ser como la pesca con
red, tiene alguna ventaja pero muchos inconvenientes. Con la red consigues una
gran cantidad de peces, pero sin discriminar de qué especie ni de qué tamaño ni
su nivel de desarrollo, y causas mucho daño al ecosistema marino al arrasar los
fondos marinos y llevarse otras especies que no son objeto de pesca, como las
tortugas. Educar así es como matar moscas a cañonazos: ¡Son tantas las
consecuencias negativas para tantos!
La educación personalizada, en
cambio, es como pescar con caña, tiene algún inconveniente pero muchas
ventajas. Puedes elegir el tipo de caña adecuada para tipo de pez, utilizar el
cebo adecuado para cada especie, devolver al mar a los peces pequeños para que
sigan desarrollándose, conseguir no dañar el ecosistema. Educar así es dar a
cada uno lo que le corresponde: ¡Son tantas las ventajas!
Tenemos que cambiar la escuela, para cambiar la educación, que cambiará a las personas que cambiarán el mundo.