Hace unos días recibí una de las lecciones
educativas más impresionantes de mi vida… y me la dio un niño de siete años.
Era el día de su cumpleaños y Marcos (no es su
nombre real, porque no he pedido permiso para explicar esta historia) era el
centro de atención de una fiesta con muchos niños y niñas más y unos cuantos
adultos que le habíamos comprado un número casi indecente de regalos. Juguetes
y más juguetes… y, además, sus padres le habían comprado una Nintendo. Marcos
estaba encantado con su nueva maquinita y sus padres estaban convencidos de
haberle hecho el mejor de los regalos.
Mi mujer y yo le llevamos un libro de cuentos como
regalo. Como mi mujer es muy manitas y una artista del scrapbooking, el libro
iba envuelto en un papel repleto de alegres colores, con cintas adhesivas
decoradas con globos, pasteles y velas, con un enorme lazo de color rojo.
Cuando Marcos vio el paquete envuelto con esos
colores, dejo a un lado la Nintendo y empezó a gritar:” ¡Qué chulo, qué guay!” Por
un instante, no le pareció importar lo que hubiera dentro, se dejó llevar por
la emoción de un envoltorio de colores, como si ese paquete estuviera lleno de
magia, como si hubiera despertado en él una alegría sin parangón, como si ese
paquete le permitiera soñar despierto.
Con el paquete en la mano, cogiéndolo con cuidado
para no romperlo, empezó a llamar a los demás niños y niñas de la fiesta para
que vieran el regalo tan “chulo” que le habían hecho. Todos se acercaron
corriendo y rodearon a Marcos… fue un momento mágico, se creó una expectativa
que iba más allá de la curiosidad propia de la infancia. Todos miraban el paquete
como si fuera la cosa más maravillosa del mundo.
Aprovechando la situación, me acerqué a los niños y
les dije: “¿Queréis saber lo que hay dentro del paquete?” “¡Sííííí!”,
contestaron todos a la vez, mientras abrían los ojos de par en par. Sabían que
en un paquete así solo podía haber algo maravilloso.
“Ahí dentro hay las aventuras más fabulosas que
podáis imaginar, los mejores amigos que tendréis, los mundos más fantásticos
que nunca conoceréis…”, les dije poniendo voz de misterio. “¡Oooooh!”
exclamaron todos al unísono.
“¿Queréis que los abramos?”, les dije.
“Sí, pero sin romper el papel, eh!”, me contestó
Marcos.
Con el libro en mis manos, todos los niños y niñas
me pidieron que les leyera algún cuento… y así pasamos la fiesta de cumpleaños:
explicado historias, soñando, volando en alfombras mágicas, luchando contra
dragones…
Y así fue como aprendí una lección educativa que
no podré olvidar nunca:
No es que a los niños no les guste leer, es que no
sabemos envolverles los libros para que les resulten atractivos. Y lo mismo pasa con todo lo que les queremos enseñar en la escuela.
Y colorado, colorín esta historia llegó a su fin.